Tomar un taxi en Río de Janeiro a las cuatro de la mañana implica riesgos, por más que el recepcionista afirme que es 100% seguro. “Es un muchacho que trabaja desde hace tiempo con nosotros. Se llama Carlos. Tudo bom”, sostiene Manoel. ¿Tudo bom? ¿Quién garantiza que Carlos no enfile rumbo a Rocinha o alguna favela vecina, donde Ze Pequenho y sus muchachos aguardan la mercadería con los brazos abiertos? Carlos llega puntual y el traslado rumbo al aeropuerto de Galeao va de perlas. Por las dudas, en cada bajada de la autopista vale la pena relojear los movimientos del chofer.
Un Mundial da para todo. Incluso para encontrarse en el más impensado de los sitios con un compañero del colegio secundario. Pero ahí estaba Cristian Lobo Chaklián, en la puerta del ascensor del hotel. Si de matemáticas se trata, ¿cuántas posibilidades hay de que ocurra algo así? Habría que preguntarle a Adrián Paenza. En el gran libro de los lugares comunes figura en el top ten “el mundo es un pañuelo”. El cronista juró sobre todos los manuales de periodismo que hará lo posible para gambetear las frases hechas. Sobre todo esta: la alegría no es sólo brasileña. El retorno a Belo Horizonte es la vuelta a casa, más allá de la demora en la salida del vuelo. Algo serio pasa en el aeropuerto de Río, y lo peor es que en pocos días tocará visitarlo otra vez, en una escala rumbo a Porto Alegre. Pero el tema es Belo Horizonte, su hospitalidad. Los colombianos fueron patrones de las calles durante el fin de semana, y por estas horas se dirigen en masa rumbo a Brasilia. Hoy será el turno de belgas y argelinos en el Mineirao, hinchadas simpáticas y para nada numerosas.
“¿Cuándo llegan los argentinos?”, pregunta Delis, empleada de una casa de cambios del centro. “Pronto, muy pronto”. Se va a caer de espaldas cuando descubra que son decenas de miles los que aprovechan los últimos días en las playas de Río antes de tomar por asalto la capital de Minas Gerais. La consigna es estar preparado para recibirlos.